Rosario Castellanos

La Muerte de Rosario

Me construyeron un día de enero de 1974 en Tel Aviv. Nací a manos de un artesano que ya rondaba por los ochenta años —o al menos eso me parecía—.  Me talló con cuidado, aún recuerdo el sonido de la lija dándome forma suavemente. Sus manos eran delicadas, sostenían aún la fuerza para crear maravillosas artesanías y sin embargo cuando me levantaba, sentía como balanceaba mi peso en el aire con dificultad, hasta que me apoyaba sobre la mesa. Mi último toque fue la bombilla, justo después de colocarme la pantalla de tela. Brillé por unos minutos y sentí cómo poco a poco mi consciencia cobraba más viveza. Después me apagué y me colocó en la vitrina de exhibición. 

Recuerdo que lucí ahí parada exactamente siete días, cinco horas, once minutos y catorce segundos. Lo sé porque junto a mí estaba el reloj de madera que hacía ruido con cada segundo que pasaba. Yo no me consideraba muy especial, era una lámpara cualquiera. Fui hecha de madera, de buena madera eso sí, pero sin más ornamento; mi pantalla era de tela blanca, cosida a mano y mi bombilla irradiaba luz amarilla como el sol. A pesar de que no me consideraba una lámpara especial, yo sabía que era bonita, tenía que serlo porque había sido hecha a mano, y porque mis primeros dueños fueron un matrimonio joven. Quien me eligió fue la mujer. Recuerdo que me sostuvo entre sus manos en aquella tienda, que ya no logro atinar con la dirección, y sólo me puso en la canastilla donde guardaba el resto de sus cosas por comprar. Ni siquiera le preguntó al marido, sólo me compró. 

Llegamos a mi nueva casa esa misma tarde. Era un lugar muy bonito, un pequeño departamento adornado con sencillez. Cuando me colocaron en mi nueva mesa, junto al sillón de la sala de estar, pude apreciar la vista de Tel Aviv desde la ventana.  Era un lugar muy acogedor y hogareño, siempre había algo cociéndose en la estufa y el sonido del radio sonaba como parte del ambiente. 

Duré aproximadamente cuatro meses en ese adorable hogar. Recuerdo que el señor llegaba al caer la tarde, se sentaban a cenar frente a la ventana y posteriormente se acurrucaban junto al sillón a mi lado, para leer un poco, o a veces para escuchar la radio. Fueron meses muy lindos. Creo que para una lámpara es lo mejor que se puede pedir, sólo un hogar tranquilo donde se pueda ser testigo de los acontecimientos. ¡Y vaya que los fui! Estuve presente cuando ella quedó embarazada. Me preció haber percibido lágrimas en sus ojos cuando se sentó a mi lado a examinar los resultados que el médico le había entregado. No puede distinguir si esas lágrimas eran de felicidad o tristeza. También fui testigo cuando el señor empezó a llegar tarde; ya no estaba para la hora de la cena, ni se acurrucaba junto al sillón a mi lado. Sólo estaba ella y ese bebé que creía en su panza. El recuerdo que mantengo más vivo en mi memoria de ese hogar, fue cuando fui arrojada por el aire, justo para recibir un golpe contra la pared. No consigo entablar bien la secuencia de ese acontecimiento. Solo sostengo la imagen de ellos discutiendo y yo no entendía por qué, había mucho ruido, lo siguiente fue la sensación del tacto del señor sobre mi tallo de madera y cómo me arrojó contra la señora. Ella, más valiente que lenta, esquivó mi masa y yo fui a dar contra el muro. Mi siguiente recuerdo fue que yo estaba en la basura, o al menos eso parecía, porque estaba en la calle, rodeada de otros artefactos inservibles. Ahí me quedé. 

Me quedé en esa esquina, realmente no sé cuánto tiempo porque ya no contaba con el reloj de madera a mi lado que pudiera decirme los segundos. Sólo sé que me quedé ahí hasta que una señora me recogió. Era de cabello castaño y piel morena, no poseía ningún rasgo parecido al de mi antigua señora. Lucía unos hermosos ojos castaños que adornaban su rostro y reflejaban sabiduría. Me sostuvo entre sus manos y me metió en su bolsa. 

Fue así que llegué al hogar de Rosario Castellanos. Ella me arregló, pintó de nuevo mi madera para tapar los rasguños que me habían hecho, cambió mi pantalla y mi bombilla. Le dedicó tanto tiempo en arreglarme, que de veras creí que esa mujer no tenía nada mejor que hacer. Pero con los días me di cuenta que ella no sólo era Embajadora, sino también escritora. De día solía desconectarme, ya que rara vez estaba en casa, y de noche me encendía para acompañarla en sus jornadas de escritura. Vivíamos en un modesto cuarto en la Embajada Mexicana. No poseíamos mucho —sin duda mucho menos que mis primeros dueños—pero la fuerza de Rosario me hacía sentir segura. Ella poseía un aire temerario, me gustaba oírla leer en voz alto sus ensayos mientras editaba su trabajo, o verla correr hacia el escritorio cuando algún poema acudía a su mente. Era sin duda una mujer extraordinaria, y yo estaba feliz de estar ahí. Tal vez ya no tenía la hermosa vista del primer departamento, pero al menos sabía que Rosario no iba a lanzarme nunca contra la pared. 

Pero supongo que si algo he aprendido en mi vida es que nada es para siempre. Tanto los malos como los buenos hogares llegan a su fin. Y mi tiempo con Rosario llegó a su fin exactamente el siete de junio de 1974. Lo sé porque Rosario había conseguido una pequeña radio que nos decía el tiempo y el clima todas las mañanas. Ese día Rosario salió a trabajar como de costumbre y cuando regresó, al caer la noche, ella tomó un baño como de costumbre. Yo sabía lo que seguía, porque era su rutina, Rosario era una mujer apasionada por la disciplina y mantenía siempre su ritmo de vida. Así que lo siguiente que ella hizo fue acomodarse junto al escritorio, a mi lado, y enchufarme. Fue ahí, cuando sin si quiera entender bien por qué, Rosario dejó de respirar. Y yo no pude hacer nada. 

Cuando la encontraron ya era tarde, su cuerpo yacía inerte sobre sus manuscritos. Escuché, entre las personas que vinieron a recoger su cuerpo, que la causa de su muerte había sido un corto circuito. Lo que me pareció muy extraño ya que Rosario mantenía esa rutina todos los días y nunca habíamos tenido problemas de voltaje. Pero yo no podía debatir nada. Y sin embargo sí tengo muy grabado en mi memoria como llegaron a arrasar con todo. Cómo se llevaron primero su cuerpo, luego los muebles con más valor, luego a mí. 

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